Homografía epistolar: Baryshnikov resucita a Nijinsky
Cultura
De mito a mito, el bailarín ruso dio nueva vida en los Teatros del Canal a su legendario antecesor en «Carta a un hombre» de la mano de Robert Wilson»
30 May 2016. Actualizado a las 05:00 h.
El bailarín ruso Mikhail Baryshnikov, icono y estrella de danza, estuvo en Madrid, en la semana grande de las fiestas de San Isidro, presentando su Letter to a man (2015), una obra que cuenta el tramo final de la vida de su inigualable compatriota ruso, el también icónico bailarín de la primera mitad del siglo XX Vaslav Nijinsky, «el más grande de todos los tiempos», según el juicio de muchos historiadores. Conducido por el estadounidense Robert Wilson, pope de la escena mundial en las últimas décadas, ambas estrellas ofrecieron, en la Sala Roja de los Teatros del Canal, un viaje textual y teatral por la vida del artista ruso y, de paso, una incursión en la psicología y la sensibilidad del hombre creador extraída de los todavía hoy un tanto inasignables diarios personales del bailarín ruso, escritos en la antesala de la locura, pero publicados sin censuras en fecha tan reciente como 1999. El repaso a su vida y su obra sirve también para merodear por los retazos de un tiempo que definió el siglo XX.
Mito es mito
El mito seguirá siendo mito, aunque ahora no haga cosas de mito. Mito es mito. Y en el caso de Mikhail Nikolayevich Baryshnikov (Letonia, 1948), Misha, más aún, pues tener ganas de seguir congraciándose consigo mismo y con la danza encima de un escenario a los 69 años recorriendo además medio mundo, bien merece un aplauso; aunque solo sea eso. Visto así, envidiable. Y también único. Los incondicionales del bailarín quedaron más que satisfechos aunque lo expuesto, de factura poderosísima y excelsa, no acabe de delimitar como es debido la singular vida y obra del también mítico bailarín ruso Vaslav Nijinsky (1889-1950), el gran artífice del hecho dancístico en Europa tal como hoy, en esencia, lo conocemos. Nijinsky, podría decirse, ha sido algo así como un argón: el elemento fundamental para que la bioquímica cristalice en tabla y revele auténtico poder transmisor. Fue la herramienta perfecta (el cuerpo) pero también su equivalencia y su patrón oro. Un ser, de momento, sin parangón. Igual que su vida.
Letter to a man (2015), una obra inspirada en los diarios escritos por el bailarín ruso cuando se retiró de la escena, próximo ya a los 30 años, hacia 1919, es, ante todo y por encima de todo, un repaso a la sensibilidad de un hombre de fuerza y talento extraordinarios, que vivió una vida tremenda, a caballo entre lo que los demás hicieron de él y lo que él, en realidad, era. Semejantes mimbres son las teselas de un espectáculo tan específico y pautado como este, que alza la palabra escrita (alternancia de voces y personajes en off) y la música (cambios de registro, épocas y escenas) por encima de cualquier otra cosa, incluida la presencia del propio Baryshnikov y su itinere teatralizado sobre el escenario. Es una obra teatral y quien crea que se ve a Baryshnikov bailar se equivoca. El propio artista así lo explicó en rueda de prensa.
Quién fue Nijinsky
Pero, siendo honestos, diremos que el estreno de la obra a España es una excusa perfecta para poder acercarse a la figura del gran Nijinsky, por un lado, y, por otro, a un tiempo como pocos ha habido en la historia de la cultura europea, que se revisita a través de su figura; un momento convulso, como ahora lo es el nuestro, que pugnaba por definir un camino ético, civil y de progreso que arrojara pensamiento válido y libre para construir una sociedad nueva: la de un nuevo hombre, un hombre para el futuro.
Apuntemos, en honor a la obra y a esos (importantes) diarios, que Nijinsky fue un hombre roto prematuramente, que alcanzó máximo reconocimiento mundial como danzarín, coreógrafo y actor en un continente que hervía rupturista, ávido de cambios y de nuevas propuestas, y en donde los movimientos creativos más importantes del XX definieron una revolución artística, filosófica y estética sin precedentes hasta la fecha. En ese caldo flotó Nijinsky, valedor de un comportamiento escénico que rompió a lo bestia con el estatismo y la frontalidad de los bailarines en el teatro, precisamente en uno de los momentos más trascendentes del desarrollo escénico de este arte: el bailarín se convertía en músculo para liberar carnalidad y argumentar fibra sentimental antes que nada. Mostró al mundo cómo se podía bailar dándole vuelta a los preceptos, pero desde ellos. A ese manierismo anticuado y un punto burgués, que mostraba al bailarín de clásico situándolo como alguien elevado e intocable, antepuso la belleza del cuerpo y tiró de pose y de gesto con el ánimo de excitar, y excitarse, en pro de la caracterización de sus personajes y mostrar algo nuevo: lenguaje para la sutileza de la indecencia.
Era un gran atleta cuyo físico le proporcionó el soporte idóneo para desarrollar verdaderas proezas; suave y ligero de armadura superior, torso y brazos; de bajura, potentes y bonitas piernas. La brutalidad con alas, dentro de una corporeidad evocadora de la Grecia clásica. Su capacidad para el salto y la acrobacia le hicieron tan bueno que pronto se acuñó lo de «mejor bailarín del mundo» o lo de «Dios de la danza» para referirse a él. Su constante desafío de la gravedad le convirtió en pájaro, haciendo de su ballom una sobredosis de armonía y fuerza en pleno vuelo, sin que por ello la expresividad decayera. Así era: estaba dotado para ilusionar, un sueño hecho realidad en el París de 1912.
El qué de su por qué
Su contribución esquematizó la fórmula definitoria de lo dancístico en escena y fue capaz de calibrar en eje de equilibrio la técnica física con la carga interpretativa del bailarín como actor, y viceversa. Fue el más grande en eso y el primero; armaba el don de la sugestión, que combinaba con la potencia erótica más refinada y sublime para transformar danza en imagen y deseo. Fue el primer bailarín consciente del poder emocional de la transferencia. Figura carnal de un periodo irrepetible del que todavía hoy se siguen copiando imágenes y conceptos, tecnología mediante: cineastas, actores, escultores, cantantes, reinas y reyes del pop, fotógrafos, drags, un sinfín de creadores situados en múltiples nichos y contextos. Y a esto hay que añadir otro aspecto fundamental, su estudio plástico de lo femenino en el hombre, una cualidad que lo erigió en esencia y primor de la androginia.
Con ánimo de centrar la jugada de esta representación epistolar, debe decirse que el arte de Nijinsky cohabitó con quien iba a ser uno de los hombres más influyentes en la escena europea de la época y uno de los grandes revolucionarios del hecho escénico en el siglo XX: Sergei Diaguilev. Este empresario, poderoso y arrollador como pocos, fue su mentor, su amante y, a la postre, el peor de sus amigos. Un ser bastante terrible y desposeído de cualquier compromiso con todo lo que no fuera lo que él exactamente quería en el amor, en el arte y en los negocios. Su relación, la personal y la artística, marcaría a fuego la vida del «pájaro»: por atípica y por única. Tanto es así que Nijinsky pasó sus últimos años en Suiza, junto a su esposa Romola, internado en una clínica psiquiátrica, en donde la recurrencia obsesiva por una vida pasada y las continuas menciones a su descubridor serían pauta mental durante mucho tiempo. Honesto es decir que la influencia artística de Diaguilev en aquellos años traspasó marcas que aún hoy no se han superado. El margen estético abierto por sus Ballets Rusos fue de tal hondura que determinó corrientes estilísticas tan importantes como el Art Decó, por ejemplo.
Poder y truco malabar
Así que el gran director artístico Robert Wilson (Texas, 1941) monta un entramado teatral y escénico de primera magnitud al que no solo no le falta ni una pieza, sino que en él no chirría nada, ni siquiera la expresión de la emoción, que en Letter to a man pareciera estar algo medida. Una medida que no existió en la vida de Nijinsky, más bien lo contrario: fue excesivo en verdad y en sentimientos que no pudo y no supo contener, y también un claro ejemplo de lo que significa un sin vivir por exceso de talento.
Wilson, el hombre que lo ha ganado casi todo y que con sus todos creativos (teatro, ópera, danza, escultura?) arroja magisterio allí donde va, ofrece en Letter to a man una propuesta compacta y, por momentos, pletórica, aunque en otros le falta el arranque de ese aura más totémica de la vida del ruso. Su ópera Einstein on the beach (1976) forma parte de la leyenda escénica de nuestro tiempo. Eso, sin duda alguna. Pero en esta Carta repite su propia fórmula hasta la saciedad; consigue encandilar al público siempre con lo mismo, y a veces no se explica. Los juegos de luces y de ruidos (cambios y cortapisas) son de una locuacidad tan cargada de dramatismo como de calculada aritmética, y siempre están muy bien, pero eso no quiere decir que ese hablante sea tan infalible que pueda explicarlo (siempre) casi todo y para casi todas las dramaturgias. A veces sí y a veces no. Y esto se refleja en las muchas similitudes que existen entre su The old woman y este Letter to a man, los dos con Baryshnikov, que en el caso del primero estuvo acompañado del versátil Willem Dafoe.
Es grande el encanto de su magia, pero tiene un inconveniente: la amplísima gama de efectos para cambiar de registro y de voz castra la tendencia natural de cualquier actor (personaje) a concederse cierta flexibilidad en la improvisación, tanto en el drama como en la comedia. Y no hay que olvidar que el arte dramático también se nutre y alimenta de ella. Según para quién, es hasta primordial.
La pauta escénica no convencional de Wilson ya se sabe cuál es, ya la sabemos; ahora queremos más y, sobre todo, queremos ver más planteamiento dramático-humano y menos efecto alternativo, por muy narrativo y virtuoso que sea. Mayor uso de la tecnología, al estilo Lev de corte nipón, podría ser una baza. Y, del mismo modo, dar más protagonismo al cuerpo de Baryshnikov, darle más polaridad, hacerlo vibrar (que todavía puede) y no dejarlo solo en perfecto clown para perfecta escaleta de realización. Porque, desde luego, la escaleta de realización de la obra, la asistencia de dirección y el engranaje de utillería rozan el paroxismo, son el poder y la magia del truco malabar: exacto, excelente e inane.
Poética de la lujuria
En cambio, la actuación del ídolo de la danza, ciñéndose a lo que había, fue estupenda. Tampoco se esperaba otra cosa. Misha carga electricidad siempre. Resulta arrebatador hasta de mayor. Un mito hablando de otro mito, una idea que por sí sola es muy sugerente y que se aviene más que bien por hacerlo cien años después. También el letón tenía una gran facilidad para el salto y su atracción sobre el escenario era fastuosa; de hecho bailaba como si un tío bueno te estuviera guiñando un ojo todo el tiempo; de joven resultaba hasta irredento. Inmortal sigue siendo su Quijote, máxima soberbia desde la más pulcra humildad.
Y así se llega para hablar de Nijinsky, aunque su encarnación no sepa de la experiencia real del amor entre hombres, eje central del texto que se ofreció al público en los Teatros del Canal, junto con las disquisiciones religiosas del joven Vaslav. Su homosexualidad y su seria obsesión por el sexo se intercalan en oración, como si a fuerza de fe se sustentara su monólogo para convertirlo en un acto religioso, a la vez que procaz. «Un hombre se folla a su mujer varias veces al día, yo tengo que hacer lo mismo: follar, sí, follar con mi mujer», . Y en escena resulta más que convincente, además de paradójico, que el esqueleto mental al que le somete la esquizofrenia lleve todo ese dolor hacia el enclave de la sensibilidad y la pequeñez. Y bajo ese prisma se ve su soledad, el soliloquio y el arquetipo al que se vio sometido los últimos años de su vida: el de un hombre loco, un periodo que duró casi tres décadas.
«La primera vez que lo vi dejé que me hiciera el amor», escribió a propósito de Diaguilev. Y sigue: «No sé por qué Diaguilev me dejó solo». «Soy un artista, echo de menos el escenario», continúa. Y es que Nijinsky fue un danzarín que destacó por su gran poder de desinhibición sexual y por el derroche de erotismo que confería a muchos de los roles que representaba. Ahí está, por ejemplo, Preludio para la siesta de una fauno, una gozada antológica que se regurgita cada vez que se menciona su legado. Hoy esto se traduce en postureo gratuito, en exhibicionismo facilón de clip viral (o teaser, no sé) que no sugiere nada de nada. Y el exhibicionismo en escena es una cosa y la naturalidad que irradia la desinhibición sexual, otra bien distinta.
La diatriba que nos muestra Baryshnikov es personal e íntima, se clausura afirmativa y se sirve todo el rato al público en completa concupiscencia con su propio yo. Las abrazaderas manieristas, aquí más heterosexuales, son leit-motiv textual del gesto preso del tocamiento y la masturbación, además de un inigualable coleccionable de imágenes posadas que llegan raudas, que no obscenas, al espectador y que interpelan sobre la naturaleza de un yo quebradizo y algo putrefacto por la intolerancia sexual, el horror y la guerra. O sea, más o menos lo de ahora, pero sin tecnología.
Y Misha eso lo sabe. Con explícito frac, el de mimo maestro, nuestro actor-bailarín lo anticipa y lo huele, pero no lo evidencia, lo demuestra enseñando la jeta, solo su jeta. La mímica de Baryshnikov, aquí único duende, manifiesta el portento que arrastra una vida vivida en la escena: no hay duda, no hay nervios, solo hay magnífica experiencia y un cortejo de cambios escénicos que miden tensión y programan frases y recuerdos, alternando vida con locura y sin ella.
Y es quizá el momento más capital, pleno de goticismo, aquel que nos sumerge en una escena blanca, negra y gris y, como un inmisericorde dracul (sombra prolongada incluida, al estilo Nosferatu), Misha nos transporta hacia el devenir de la locura y la tristeza, atendiendo al verdadero romanticismo de esa manera en que solo se entienden esas cosas: cuando el verbo amar se conjuga para procurar emoción. Fue un momento limpio, incluida la aparente traslación al fotograma de cine mudo. Literario y precioso.
Y, como rezaba el programa, si «todo el teatro es danza» y viceversa, y si la realidad es siempre móvil, perenne y perecedera, ¿no son acaso ciertos momentos de locura la forma de estar más cuerdo y de experimentar verdad pura? ¿No puede ser visto esto como una instantaneidad y un principio válido, atecnológico, sí, pero también ya poshumanista?
¿No puede?
N. asumió riesgos y fue un loco genial.
«No soy Dios, soy Vaslav Nijinsky y quiero bailar», dejó escrito.