Insalubridad, hacinamiento y poca agua: así era la dura travesía de los indianos asturianos
Asturias
Un billete que suponía una fortuna para los viajeros y, en algunos casos, solo les daba derecho a un agotador viaje de un mes
27 Mar 2022. Actualizado a las 05:00 h.
Emigrar en el momento de mayor auge indiano no era una aventura fácil. Algunos de los miles de asturianos que se fueron lo lograron, medraron y volvieron ricos; otros simplemente sobrevivieron al otro lado del océano. Pero está claro es que el precio que pagaban era muy alto en todos los sentidos: no solo abandonaban su familia y su entorno, también invertían una cantidad de dinero muy importante y afrontaban un viaje largo y dificultoso.
En el año 1921 se anunciaba en la publicación El Carbayón el barco Reina María Cristina, que salía del puerto del Musel el 30 de enero para «viajes rápidos desde Gijón a Habana y Veracruz». El precio que se anunciaba, en 3ª ordinaria, era de 478,25 pesetas para Habana y 490,25 para Veracruz. Una cifra muy considerable para la época. Para hacernos una idea, un buen par de zapatos artesanos costaba en esos años en torno a 25 pesetas; un litro de leche, 70 céntimos, un kilo de patatas, 25 céntimos o un litro de aceite, 1,5 pesetas.
De modo que un pasaje modesto para Cuba podía suponer el coste de alimentar a una familia durante mucho tiempo. Incluso en la clase «emigrante», por debajo de 3ª ordinaria, con una travesía en condiciones a menudo muy penosas, el precio era alto. Hay numerosos testimonios de migrantes que tenían que vender sus propiedades para poder cruzar el Atlántico y empezar una nueva vida.
El Reina María Cristina y su gemelo, el Alfonso XIII, construidos en los astilleros de Dumbarton (Escocia), pertenecían a la Compañía Transatlántica Española (CTE), una empresa con sede en Barcelona que había sido fundada en Cuba durante el gobierno colonial. Salía regularmente de Santander y Gijón hacia América.
Mientras los 246 pasajeros de 1ª viajaban confortablemente e incluso con lujo en camarotes de cubierta superior, los 52 viajeros de 2ª en popa e incluso los 42 de 3ª eran los privilegiados. Pero, además, el vapor podía llevar 800 personas en los sollados, las cubiertas inferiores del barco, unas salas dotadas con hamacas donde los emigrantes viajaban apretados y en malas condiciones. En los tiempos de las colonias, era el medio de transporte de los soldados.
En general, «el espacio destinado a alojamiento para los emigrantes se encontraba en los sollados o bodegas, situados bajo la cubierta del barco, donde se colocaban colchonetas de lana o paja en literas de dos o tres hileras» (De la Madrid Álvarez, 1990).
El libro Pasajeros de tercera clase de Blanca Azcárate y José Julio Rodríguez señala que «Salvo rarísimas excepciones, constatan los inspectores, los emigrantes no utilizan los baños en todo el viaje y este descuido en la limpieza trae por consecuencia que el sudor se acumule en los cuerpos por capas de suciedad que impregnan el ambiente de un olor insoportable, agravado con el del vómito, el de las pinturas y el de las comidas, que se almacena en los entrepuentes y juntos con el calor expulsan de su lecho al emigrante y le obligan a dormir en cubierta». Azcárate y Rodríguez calculan que entre tres y cinco millones de españoles se embarcaron así en el sueño de «hacer la América» en el período comprendido entre 1880 a 1930.
Rocío Suárez (Noticias de Santiago de Cuba) cuenta que, en los primeros tiempos, la travesía «estaba llena de penalidades, a pesar de las inspecciones por parte de las autoridades de Marina e Inmigración españolas. Éstas no fueron muy rigurosas y acababan embarcando más pasajeros de los que debían, o se llevaba un número insuficiente de chalecos salvavidas, e incluso se separaban familias o iban los hombres por un lado y las mujeres y los niños por otro. Además, sufrían incomodidades, falta de higiene, hacinamiento, suciedad, parásitos en la literas, frío o calor, hambre (era habitual la escasez de alimentos, las comidas mal cocinadas, la suciedad de los alimentos), y hasta era normal la escasez de agua potable a bordo. En definitiva, se padecían condiciones de vida infrahumana». Las condiciones, no obstante, «mejoraron bastante en el siglo XX».
Eso sí, los que más pagaban podían disfrutar de salones de música decorados con esmero, luz eléctrica y ventilación. El viaje para ellos era incluso placentero, pero igualmente largo, entre 20 días y un mes, en función de las escalas.
El libro Un paseo Colonial de David Gil Torregrosa recrea la llegada a La Habana del vapor: «El buque hizo su entrada en el puerto de manera majestuosa, deslizándose lenta y suavemente entre las tranquilas aguas del canal, mientras hacía sonar un grave e intenso silbato de bienvenida. Una interminable columna de vapores y veleros amarrados en el muelle nos saludaba al paso, anunciando la llegada en la bahía. Se empezaba a vislumbrar que la ciudad a la que estaba arribando no tenía nada que ver con Manila o Santa Isabel. Se trataba de una ciudad importante, con multitud de edificios de piedra y elegante aire colonial, con anchas avenidas y frondosos paseos. La ciudad tenía un encanto especial».
Una llegada idealizada tras unas semanas, para algunos, infernales. No todas las travesías eran apacibles, claro está. A finales del siglo XIX, el Reina María Cristina pasó por un mal trago. Un fuerte temporal cuando volvían de La Habana puso a prueba tanto el barco como a su tripulación, capitaneada por José María Gorordo. Durante quince días tuvieron que soportar la tempestad y llegaron a perder a un marinero, pero, dicen las crónicas, el buen hacer de Gorordo salvó la situación.
También se produjeron naufragios, entre los que destaca el desastre del vapor Valbanera, bautizado como el Titanic de los pobres, que se hundió cuando se dirigía a La Habana y en el que desaparecieron 488 personas, en su mayor parte canarios. Aquel buque de la Naviera Pinillos se hundió en el Bajo de la Media Luna en los cayos de Florida entre el 9 y el 12 de septiembre de 1919, a causa de un potente ciclón tropical. También fue famoso el naufragio del Príncipe de Asturias, con base en Cádiz.
Cuando acabó su vida como transporte trasatlántico, el Reina María Cristina fue reformado y se reconvirtió en crucero de placer para viajes cortos entre España, Inglaterra e Italia hasta su desguace en el año 1931. Concluía así la vida de un medio de transporte que tanto esfuerzo vio en los asturianos que se arriesgaban a cruzar el océano en busca de una vida mejor. Muchos no volverían jamás.