La Voz de Asturias

Jovellanos, el ilustre gijonés antitaurino

Asturias

J. M. Arribas Redaccion
El retrato de Melchor Gaspar de Jovellanos que Goya pintó en 1798, en el museo casa natal de Jovellanos

23 Aug 2021. Actualizado a las 05:00 h.

Una buena parte de la ciudadanía de Gijón ya ha pasado página con el anuncio de que la plaza de toros municipal ya no albergará más ferias taurinas en agosto. Quienes siguen dándole vueltas, también en parte están en contra de esta decisión argumentando, por ejemplo, que se trata de una fiesta de gran tradición en España.

Melchor Gaspar de Jovellanos (Gijón, 1744-Puerto de Vega 1811) encontró el origen de este espectáculo que a él, personalmente, le parecía «feroz» y que, según una investigación que realizó expresamente sobre los espectáculos en España, no era una diversión con una tradición en el país «ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida».

Comprometido durante toda su vida con el desarrollo económico y cultural de España, Jovellanos empleaba estas palabras en el apartado que dedica a los toros en la memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas que en 1786 había encargado el Supremo Consejo de Castilla a la Real Academia de la Historia, a la que pertenecía el prócer gijonés. 

Que no vayan los prelados

Un prócer es una persona ilustre y respetada. Jovellanos, que hoy día sigue siendo una figura respetada, investigó con diligencia todas las diversiones públicas de España y, aparte de descubrir el origen de todas, escribió sobre el influjo que podrían tener en el bien general del país. En el caso de los toros, menciona que las leyes de Partida la cuentan entre los espectáculos o juegos públicos. En una de esas leyes, dice que se mencionan los toros entre aquellas actividades a las que «no deben concurrir los prelados (sacerdotes)». La otra ley, escribe Jovellanos, «puede hacer creer que ya entonces se ejercitaba este arte por personas viles, pues que coloca entre los infames a los que lidian con fieras bravas por dinero. Y si mi memoria no me engaña, de otra ley u ordenanza del fuero de Zamora se ha de deducir que hacia los fines del siglo XIII había ya en aquella ciudad, y por consiguiente en otras, plaza o sitio destinado para tales fiestas».

Aún así, Jovellanos indica que podría ser también «uno de los ejercicios de destreza y valor a que se dieron por entretenimiento los nobles de la Edad Media», pues de ello daba testimonio una crónica del coneconde de Buelna, y que «continuó esta diversión en los reinados sucesivos, pues la hallamos mencionada entre las fiestas con que el condestable señor de Escalona celebró la presencia de Juan el II».

«Diversión sangrienta y bárbara»

También explica en la memoria sobre las diversiones en España que, con el tiempo, «y cuando la renovación de los estudios iba introduciendo mas luz en las ideas y más humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunos como diversión sangrienta y bárbara». Jovellanos, como antitaurino, no puede ponerse a discutir con los taurinos contemporáneos, pero dejó escrita su postura en una memoria en la que, por contra y por ejemplo, hacía alegato a favor del teatro como medio de aprendizaje.

Volviendo a los toros, Jovellanos encontró en su investigación de documentos y documentos que Gonzalo Fernández de Oviedo, un militar y escritor español que falleció en 1557, «pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vio una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo».

Jovellanos explica que la reina -«esta buena señora»- pensó en «proscribir tan feroz espectáculo» y, para convencerla, en la corte le propusieron un método para que el espectáculo fuera menos sangriento, envainando las astas de los toros en otras más grandes «para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe» y no hubiera «herida penetrante».

«Ni la centésima parte del pueblo de España»

Dice Jovellanos que no consta si se llegó a hacer y que la afición en los siguientes siglos, «más general y frecuente, le dio también más regular y estable forma». Pero deja claro que «la lucha de toros no ha sido jamás una diversión ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida». Incluso apunta que en «muchas provincias» no se la conoció jamás, «en otras se circunscribió a las capitales y donde quiera que fueron celebradas, lo fue solamente a largos periodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina».

De aquélla hacía incluso un cálculo para mostrar el interés de la sociedad de entonces en los toros. «De todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?», se preguntaba. 

Y, como era un adelantado a su época, de alguna manera respondía a los que esgrimen hoy la tradición para mantener las corridas de todos. «Si se le quiere llamar diversión nacional porque se conoce entre nosotros de muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo».

De ahí que cerrase su capítulo de la memoria de las diversiones de España en el siglo XVIII considerando «una ilusión» y «un delirio de la preocupación» que por proscribir estas fiestas -como había hecho el gobierno entonces- hubiera «riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil». Es más, en opinión de Jovellanos, su prohibición «puede producir grandes bienes políticos», considerando también que deberían haberse abolido entonces también «las excepciones que aún se toleran» porque «será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios».


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