La odisea del submarino republicano que sobrevivió 44 horas angustiosas bajo el mar
Asturias
Relato del único marinero superviviente de un submarino republicano que se hundió dos veces frente a la costa asturiana
17 Jun 2022. Actualizado a las 10:09 h.
Era un marinero menudo, de apenas 1,65 de altura y 55 kilos de peso, modesto y trabajador. Ramón Cayuelas Robles no llamaba la atención y, sin embargo, su historia es extraordinaria, porque sobrevivió no a uno, sino a dos hundimientos de un submarino republicano frente a las costas asturianas. En el primero, la dotación permaneció casi dos días en el fondo del mar hasta que consiguió emerger; en el segundo, el submarino desapareció para siempre con sus 40 hombres a bordo. Pero él había sido el único en no embarcar. El único que se salvó y pudo contarlo.
Cayuelas escribió sus memorias seis décadas más tarde en un libro titulado Relatos inéditos de los submarinos republicanos de la guerra civil española C-5 y C-2, (1998). Este murciano nacido en 1916 creció en un ambiente humilde. Su padre había fallecido siendo él un niño y su madre era cocinera de un hotel. Cuando cumple 18 años, al mismo tiempo que estalla en Asturias la revolución del 34, ingresa en la Marina de Guerra en Cartagena. Era un año peligroso para alistarse debido a los disturbios que se propagaron por toda España. Y no sabía que lo peor estaba por venir.
Fue destinado a la dotación de uno de los escasos submarinos de la flota republicana, el numerado con el 5 de la clase C. Desde el principio, el gobierno republicano no se fiaba de los oficiales y las injerencias políticas entorpecieron mucho el mando. De hecho, señala, «el poder político que imperaba en el C-5 le permitía pasar por la criba a todos los comandantes». Después de muchos intentos de nombrar un capitán que el comité sindical aceptara, el C-5 sale, en el mes de agosto de 1936, «al completo, con doce torpedos con cabeza de combate» y los depósitos de agua y combustible llenos con destino Málaga.
Según explica Enrique Pérez Carmona en La flota submarina republicana española al comienzo de la Guerra Civil (1936), La Armada contaba con 12 sumergibles al principio de la guerra. Se trataba de seis de la serie B, clase Holland F-105 norteamericana, construidos entre 1922 y 1926 y otros seis de la clase C, la misma serie pero de más moderna construcción, entre 1928 y 1931, todos armados en Cartagena con licencia de Holland. Los C «poseían un grave defecto en su diseño» ya que a pesar de su mayor tamaño, casi el doble que los B, montaba las mismas baterías, y eso «influía en su velocidad y su capacidad de maniobra bajo el agua, lo que lo hacía un submarino mediocre». Su dotación era de 40 tripulantes.
La eslora de la clase C era de 73,3 metros, tenía una autonomía de 6.800 millas en superficie, llevaba un cañón Vickers 76/45 mm «que resultó muy impreciso y de complicada utilización» y seis tubos lanzatorpedos, cuatro a popa y dos a proa. Cada torpedo medía 6,5 metros y pesaba más de una tonelada y media, como un coche mediano, con una carga de 250 kilogramos de trilita, pero su lanzamiento era poco fiable, como podrían comprobar los tripulantes del C-5 más tarde en sus combates.
Después de los primeros roces entre el presidente del comité José Porto Vigo (y de hecho comisario político con gran poder de decisión) y el comandante del submarino, José María de Lara y Dorda, navegan hasta Bilbao. Durante la travesía nada hace prever lo que acontecerá; con un tiempo apacible toman el sol en cubierta e incluso pescan con anzuelos improvisados hasta tocar puerto el día 30 de agosto. Ahí, sí, ya se palpa de verdad el conflicto. «Bilbao fue un coladero de espías internacionales, ellos sabían antes que las dotaciones cuándo íbamos a salir a la mar y nuestra misión», cuenta Cayuelas.
Misión: hundir el Cervera
Lo primero que se les encomienda es notable: hundir el Almirante Cervera, un poderoso buque del bando nacionalista que cuenta con 12 grandes cañones, tubos lanzatorpedos y un hidroavión. Salen el 1 de septiembre de 1936 hacia el cabo de Peñas en su busca. «La noche del 2 de septiembre, al filo de la medianoche, nos alertaron de la presencia en la zona del Cervera. Fue la primera emoción de júbilo en la guerra, la euforia de enfrentarse al enemigo más poderoso en esas fechas nos infundía temor (…)».
El presidente del comité, Porto, «pegado a nuestro comandante en el puente seguía el rumbo de aproximación al enemigo, diciendo lo que convendría hacer, pese a que no tenía la menor idea de lo que significaba preparar un ataque». Ramón presenció personalmente los desaires del comisario hacia el comandante.
«El comandante dijo: Es imposible efectuar el lanzamiento, el crucero alemán Königsberg se está interponiendo entre el submarino y el Cervera. La noticia produjo una explosión de ira y, con brusquedad Porto ladeó al comandante del periscopio y se puso él». Exigió lanzarle un torpedo, pero el comandante se negó a crear un conflicto internacional. Eso tensó mucho las relaciones.
Dos días bajo el agua
Durante la madrugada del 3 de septiembre, siete millas al norte de Luarca, avistan dos bous, el Argos y el Juan Ignacio, a un kilómetro y medio de distancia. Tocan la sirena de zafarrancho de combate y forman una cadena humana para subir la munición del cañón de 76 mm. «Suponíamos que el enemigo no nos habría descubierto todavía a causa de la niebla, aunque la distancia no era muy grande. (…) El presidente Porto actuaba como comandante, mientras que este último permanecía en el puente sin decir palabra. Estaba a mi lado y yo no perdía detalle de sus gestos. Leí en su cara que aquella maniobra le parecía una locura: frente a los bous armados solo podíamos utilizar el cañón, ya que el escaso calado de las naves enemigas hacía ineficaces nuestros torpedos».
Puesto que los nacionalistas aún no habían detectado al C-5, señala Cayuelas, «lo más lógico hubiera sido sumergirnos y cambiar de zona». Pero Porto «no se había sacudido la furia contenida de aquella noche y se sentía combativo».
El submarino es el primero en abrir fuego con el cañón, y poco después con la ametralladora de gran calibre. «La situación se complicó cuando uno de los bous, protegido por la niebla, trató de echársenos encima (…). Puedo hablar del miedo, (…) observar como el agua te salpica en la cubierta por la proximidad en la que caen los proyectiles, esperando que el próximo te impacte en el casco del submarino, lo que significaría el final».
El Argos llegó a estar a 300 metros del C-5, pero no le acertó (aunque el comandante enemigo había creído que sí). Luego le pasó «rascando el casco» y no consiguió abordarlo por la rapidez de la inmersión, ni le lanzó cargas de profundidad porque no las llevaba instaladas.
A las 9.15 vuelven a encontrarlo. El Juan Ignacio abre fuego a 7.000 metros y el submarino responde con unos 70 disparos de su cañón, sin éxito. El submarino fue perseguido por los seis bous en parejas que venían de Ferrol: Tritonia y Virgen del Carmen; Argos y Juan Ignacio; Denis y Galicia. Sobre las 11.00 horas, el hidroavión S-19 del comandante Brage lanza varias bombas contra el C-5 y los bous lo persiguen de nuevo. El Juan Ignacio llegó a dispararle hasta 200 proyectiles. Luego pone rumbo a Gijón para impedir al C-5 la entrada a ese puerto. A las 13.00 se suma a la caza el destructor Velasco y lanza varias cargas de profundidad con las que piensan que lo han hundido, aunque meses más tarde sabrán que no había sido así.
Después de nueve tensas horas de combates y huidas, «El C-5 se había sumergido para no entregarse. La munición queda abandonada en cubierta, no hay tiempo ni de trincar el cañón. Los hombres que cubrían la artillería se arrojaron por la escotilla de proa con riesgo de su vida. El comandante y yo esperamos en el puente a que todos los tripulantes abandonaran la cubierta. Él descendió delante de mí, y la escotilla, al cerrarse violentamente, me empujó hacia abajo», narra Cayuelas.
El destructor Velasco, que se dirigía a toda velocidad hacia el C-5, lanza su primera salva de cañón. «El submarino entró en un picado profundo como no lo habíamos conocido nunca. Bajo nuestros pies, el suelo tomó una inclinación escalofriante, de modo que cada uno se agarró lo mejor que pudo para no caer. Alcanzamos los cincuenta metros de profundidad en pocos segundos».
Sin embargo, reflexiona el marinero, aquella violenta maniobra era correcta, «ya estábamos perfectamente localizados en superficie, con los seis bous desplegados en forma de abanico a muy corta distancia. Era la primera vez que el comandante Lara actuaba con tal rigor y contundencia».
Ramón resulta herido. «En medio de tanta agitación, yo no me había dado cuenta de que sangraba por la pantorrilla izquierda, y la sangre había ido calando por la bota sin que lo advirtiera. Cuando se enfrió y descubrí la bota encharcada, comprendí que me había alcanzado el rebote de una de las balas del hidroavión enemigo».
Pronto empezaron a caer proyectiles a su alrededor. «Pensamos que procedían de los bous, y nos felicitamos por el hecho de que las naves no hubieran sido dotadas todavía de cargas de profundidad. De otro modo, y dada la escasa distancia que nos separaba de ellos, difícilmente habríamos podido escapar».
En el ajetreo, nadie se ocupa de Ramón, que permanece en la cámara de mando, donde es testigo directo de la peligrosa inmersión, mientras que el presidente del comité se había refugiado en su litera. «Hubo unos momentos de silencio muy largos y angustiosos. Solo escuchábamos el ruido de las hélices por encima de nuestras cabezas. En instantes tan difíciles, uno aguanta la respiración mientras trata desesperadamente de conservar la serenidad».
Explota una carga de profundidad que hace temblar violentamente el buque y, aunque era arriesgado, el comandante ordena aligerar lastre y subir puesto que había que corregir el descenso. Una segunda y una tercera carga estallan «con la potencia brutal de un terremoto». Han dañado el submarino.
Hombres y objetos ruedan por el suelo en confusión y oscuridad, puesto que la carga les deja sin fluido eléctrico y, por tanto, sin luz ni propulsión. «Aquella vez, todos pensamos que había llegado el final. Yo me resigné a morir. Solo aspiraba a que no me doliese demasiado».
En medio de la oscuridad se oye la voz del comandante Lara pidiendo una linterna para ver el manómetro de profundidad. El límite que la clase C podía soportar estaba en 80 metros. El vidrio de la esfera ha saltado en pedazos, pero el mecanismo aún funciona y «en medio de la angustia general, a duras penas contenida, el comandante Lara escrutaba el manómetro sin perder la serenidad». Se persigna cuando la aguja sobrepasa la cifra fatídica y él se pone a rezar.
«De aquel extraño estado de semiinconsciencia nos sacó otra tremenda sacudida, que llegó en el momento mismo en que los más lúcidos esperaban la destrucción del buque. Yo estaba tan ausente que no manifesté ninguna reacción hasta que escuché exclamar al comandante: ¡Hemos tocado fondo a 85 metros de profundidad!».
Por suerte, no estaban demasiado apartados de la costa, frente a Luarca, y el fondo había venido a coincidir aproximadamente la profundidad máxima de inmersión. El submarino quedó escorado a estribor, «en medio de un silencio de muerte». Las puertas estancas se encontraban cerradas y la dotación ignoraba por completo lo que estaba sucediendo en la cámara de mando.
El comandante ordena que se restablezca el alumbrado y pide un informe del estado de la nave. A la luz de las linternas, los hombres trabajan contrarreloj para comprobar los daños: no funcionan las bombas de nivelación ni las de achique y hay que evitar la entrada de agua salada en las baterías, lo que puede producir el letal gas de cloro. Las cámaras de los torpedos están cubiertas por 20 centímetros de agua; hay que taponar grietas sin saber si los timones y las hélices han sufrido daños.
El problema más acuciante es el oxígeno, de modo que, para reducir al mínimo el consumo, se ordena a los que no forman parte de los equipos de trabajo que lleven agua y alimentos a sus literas, «donde debían permanecer inmóviles y sin hablar». La comunicación hace por señas o por escrito.
Primero hay que sacar los torpedos de los tubos con un cuidado infinito para desmontar la espoleta de la cabeza de combate. Un error, y los 250 kilos de explosivo acaban con todo en una fracción de segundo. Luego, mientras escuchan sobre sus cabezas el amenazador ruido de las hélices de los barcos que los buscan, los hombres forman cadena para trasladar cubos a la proa, ya inundada en parte, y de esa forma nivelar el agua. Como Ramón es el más menudo, se le ata una correa que sujeta el fornido panadero Sebastián Asensi y va llenando con un cazo el cubo que luego va de mano en mano hasta la proa.
Pasan las horas, les falta material para reparaciones y el trabajo se hace más difícil. «La escasez de oxígeno acentuaba el cansancio y ralentizaba nuestros movimientos». Los cubos pesan cada vez más y Ramón desfallece de agotamiento e hipotermia al pasar tanto tiempo sumergido en el agua fría. Se le ordena descansar.
Pero aún es peor, cuenta el marinero, para quienes están en las literas sin nada que hacer, pensando en la muerte, tal vez en la oscuridad de las aguas del Cantábrico que les rodean bajo una columna de agua equivalente a un edificio de 30 pisos.
A punto de desmoronarse
En la sala de máquinas, los hombres casi desnudos, extenuados, empapados de sudor y agua salada, muestran «los rasgos endurecidos e impenetrables por el esfuerzo agotador de un trabajo sin tregua». Los ánimos, reconoce, están decaídos, bajo presión y a punto de estallar: en la cámara de oficiales, el auxiliar torpedero José Noceda intenta suicidarse con su pistola de reglamento, pero el comandante consigue arrebatarle el arma. Ramón le abraza. «Todos sentíamos el mismo miedo a la muerte, aunque yo tenía fe en Dios y en nuestro comandante».
El reloj ha marcado, minuto a minuto, 44 angustiosas horas desde que se posaron en el fondo del mar cuando el comandante anuncia que, gracias a las reparaciones, intentarán subir a la superficie. La gran preocupación es si el escaso aire del que disponen será suficiente para desalojar («soplar») el lastre y flotar. La precisión debe ser máxima, no hay segundas oportunidades.
Los hombres ocupan los puestos. Las compuertas del lastre se abren por la presión del aire, es un sonido que conocen bien. En unos segundos agónicos aguantan la respiración; sus vidas dependen de lo que pase en ese momento. Al final, lentamente, el submarino se eleva y «un estallido de júbilo espontáneo nos empujó a abrazar al comandante. Porque en ese momento comprendimos que volvíamos a la vida». Salen, pero las secuelas psicológicas serán importantes: «A parte de la dotación le costó mucho superar aquella situación vivida. Las enfermedades más corrientes solían ser del estómago, y no eran fingidas».
Después de su increíble aventura, el 5 de septiembre entran con el amanecer en el puerto gijonés de El Musel, donde los recibe una sorprendida pitada de sirenas de bienvenida. Pensaban que el C-5 había sido hundido. El recibimiento sería, después, un tanto peculiar. Por la noche, mientras homenajean a los marinos en un lujoso hotel gijonés, un proyectil naval de los barcos que asediaban la ciudad «penetró en el hotel atravesando el pasillo que conducía al comedor. Afortunadamente no explosionó, se quedó empotrado en un grueso muro».
Debía haberse llevado a dique el submarino, pero el Estado Mayor republicano de Bilbao quita importancia a lo ocurrido, se niega a autorizar reparaciones mayores y encarga a la tripulación unos trabajos que califica de superficiales. No era así.
De nuevo al combate
Una vez reparado como se pudo, pero todavía en malas condiciones, el submarino C-5 se hace a la mar y traba combate con el acorazado España. Es ya el mes de octubre y se había avisado de que en una amplia zona del mar entre Santander y Ribadesella navegaba el buque de las tropas franquistas. Con gran riesgo, el C-5 lo localiza y le lanza cuatro torpedos, pero sin éxito: se producen discusiones sobre el motivo, que se achaca al mal estado del material. El España sale indemne.
Sería la última acción de guerra del C-5 y también la última de Ramón a bordo. Un incidente en puerto cuando él estaba de guardia desencadena un consejo de guerra que acaba con un enfrentamiento con el presidente del comité, Porto, y su expulsión de la dotación del submarino, lo que a la postre le salvará la vida. Buscan un sustituto para el marinero y llega un agradable joven catalán, cuatro días antes de la última salida.
El día 31 de diciembre, Ramón Cayuelas cree que, pese a tener un sustituto va a poder volver a la tripulación, como desea y reclama. Pero Porto no ha olvidado el enfrentamiento y le obliga a desembarcar poco antes: creía estar castigándolo y en realidad le estaba salvando la vida.
Nunca más se supo del C-5, que dejó de contestar a los mensajes el mismo día de la Nochevieja de 1936. Los pesqueros asturianos que faenaban frente a Ribadesella reportaron una gran mancha de aceite y petróleo en esa zona, y eso fue todo. 40 hombres desaparecieron para siempre en las profundidades del Cantábrico.
Todavía quedaba mucha guerra y muchas penalidades para Ramón Cayuelas, que estuvo embarcado en otros submarinos. Pero al final, el marinero sobrevivió, pasó por Francia y regresó. A su vuelta, uno de sus antiguos jefes lo protegió de las posibles represalias, vivió una larga vida y pudo escribir su testimonio.
Epílogo
En cuanto a los motivos del hundimiento, Cayuelas cree probable que se debiera al mal estado del buque. «Dudo mucho que el comandante José de Lara se hundiera voluntariamente con el submarino C-5 sacrificando a toda su dotación. Don José fue un hombre profesional, católico creyente y honrado en su profesión. Admito que él no quisiera perjudicar sus ideales atacando a buques nacionalista, lo mismo que hicieron los demás comandantes, pero tampoco quiso asesinarnos ni dejarnos morir voluntariamente».
«Como submarinista que fui del C-5, conocí bastante bien al comandante Lara y no puedo aceptar que primero nos sacara ilesos del combate con los bous y el Velasco y más tarde, hundidos a 85 metros de profundidad, nos arrancara de las entrañas del mar, para meses después