¿Por qué es tan problemático hacer una película sobre Pelayo?
Asturias
La visita de Mel Gibson a Oviedo ha reavivado el debate sobre la figura del legendario primer rey de Asturias
09 Oct 2019. Actualizado a las 13:17 h.
Hace decir Ernest Hemingway a uno de sus protagonistas en «¿Por quién doblan las campanas?» que para ganarte a un español basta con decirle que conoce su pueblo y elogiarle el terruño natal. Cuando Mel Gibson llegó al hotel de la Reconquista en Oviedo dijo que le parecía una ciudad «muy hermosa» y que le había resultado muy interesante la historia de Don Pelayo «porque unió a los suyos; contamos muchas historias sobre leyendas y cosas que no son ciertas, y lo que él hizo fue un hecho histórico», centenares de comentarios en las redes sociales comenzaron a montarse su propia película, la de que Gibson podría plantearse hacer una película sobre el mítico primer rey de Asturias. Este montaje sin director, el de la película sobre una hipotética película de la que nadie ha hablado en realidad, despertó también un amplio debate sobre la oportunidad de llevar a la gran pantalla a la figura histórica pero con una fibra histérica, la de quienes se henchían de fervor patriótico sólo con la posibilidad de imaginarla y la de quienes también sólo porque pudiera ser concebida se rasgaban la camisa y amenazaban con darse de baja del mundo. ¿Por qué? ¿Por qué es tan problemática la figura de Pelayo, por qué ha protagonizado en los últimos años no ninguna película sino encendidos debates en el Congreso o en el Senado con diputados lanzándose a un señor del siglo VIII como si fuera un reproche?
Desde Asturias el debate se ve a veces con extrañeza, al fin y al cabo y es lógico, la figura de Don Pelayo aquí es indiscutida. Ilustra escudos y se la reverencia, miles de niños reciben su nombre cada década al nacer y es una onomástica no inusual sino frecuente. Pelayo es uno de los pilares fundamentales de la construcción de la idiosincrasia asturiana que, a través de los siglos en múltiples episodios, y de forma transversal a las ideologías, se imagina como el último bastión del norte para resistir cualquier lucha, ya sea una invasión o una rebelión; los resistentes, así es como les gusta concebirse de forma ideal a sí mismos a los asturianos. La otra cara de la moneda es el «covadonguismo» y el lema de «Asturias es España y lo demás tierra conquistada»; una visión usada hasta el desgaste durante el franquismo que marcó a toda una generación de españoles al sur de la cordillera y que terminó por hacerles identificar a Pelayo con el nacionalcatolicismo.
Hasta hoy, porque todavía la pasada legislatura el senador de Compromís, Carles Mulet se cruzó sopapos con la senadora de Foro Rosa Domínguez de Posada al calificar de «franquista» su petición de que se conmemorara con sellos y medallas el XIII centenario del origen del reino de Asturias el año pasado; no es infrecuente que haya políticos de izquierda que identifiquen (más allá de todo rigor histórico, más allá del simple concepto del rigor) a Pelayo con «lo facha»; y, al otro lado del espectro ideológico, como un espejo, al comienzo de la última campaña electoral de las generales hubo puja entre PP y Vox por ver cuál de los dos se apropiaba más de estos símbolos. Pablo Casado en Oviedo visitando la Cruz de la Victoria en la Catedral y Santiago Abascal, altavoz en mano, en el santuario de Covadonga prometiendo una nueva reconquista que luego menguó hasta los 24 escaños.
Fue Abascal, por cierto, el que por entonces apeló a Mel Gibson para proponerle hacer películas sobre el pasado español, pero no sobre la figura de Pelayo sino la del marino Blas de Lezo. Y aseguraba el presidente de Vox que tenía un guión para ponerlo en sus manos. Si Mel Gibson ha podido excitar tanto la imaginación de políticos y aficionados es por un lado por su talento para la épica y la acción en el metraje pero también por su pensamiento conservador, es un católico tradicionalista con una visión muy severa de la religión (y que plasmó con crudeza en su «Pasión de Cristo»), y también ha expresado en varias ocasiones consideraciones de tipo antisemita y homófobas, por las que ha tenido que disculparse.
Sin duda, el éxito de «Braveheart» (1995) es lo que ha podido encender en buena medida la ilusión de que Gibson pudiera plantearse participar en cualquier tipo de proyecto cinematográfico sobre los orígenes del Reino de Asturias. Ganadora de cinco Oscar, la película es una adaptación libre de la historia de William Wallace, rebelde escocés contra Eduardo I de Inglaterra, y que doblega la realidad histórica a conveniencia para hacer una trama de excelente narrativa y con una de las mejores batallas filmadas del cine reciente: la de Stirling.
¿Acaso se imaginan escenas así para la batalla de Covadonga? El mito envuelve la historia de Pelayo. Algunos lo sitúan como espatario (de la guardia personal) del Rey Rodrigo, el último de los godos, aunque su nombre es de origen latino y los estudiosos modernos señalan que podría haber tenido vínculos familiares o de vasallaje con tribus y asentamientos locales de los astures romanizados. En el paisaje de Covadonga no hay mucho espacio para una batalla de grandes dimensiones, y las fuentes musulmanas de la época hablan más bien de una escaramuza. Es bastante probable que a Pelayo y sus huestes les importara muy poco el reino godo y la idea de España ni la pudieran concebir. No será hasta mucho tiempo después, asentado y extendido el reino, bajo el reinado Alfonso III, que acogió a muchos mozárabes y había ampliado a muchos territorios su gobierno, cuando se recuperó la idea de ser herederos del reino de Toledo, siendo por tanto legítimos aspirantes a reconquistar toda la península y además teniendo una carta mucho mejor para presentarse ante Carlomagno al enviar sus embajadas.
Claro que todo esto da para un buen guión, pero ¿cómo se plasmaría? En su libro «La edad media en el cine» (T&B Editores, 2007) los autores, Juan J. Alonso, Enrique A. Mastache y Jorge Alonso, hacen un espectacular recorrido a la forma en la que el séptimo arte se ha acercado a ese largo millar de años que llamamos la Edad Media y que ni fue un tiempo tan oscuro como solemos pensar ni tampoco uniforme en su milenio. En cierta medida, el cine histórico no nos habla tanto de la época que pretende filmar sino de cómo es el mundo en el momento en que se realiza esa película. Así hay una Edad Media de cartón piedra, pulcra, sin melenas desmelenadas, y espadas relucientes que tiene su apogeo con «Ivanhoe» y el «Robin Hood» de Errol Flynn.
Los autores destacan que, conforme avanza el final del siglo XX, la Edad Media en el cine se vuelve sucia, oscura, salvaje y vil, y ponen como ejemplo «Los señores del acero». La inocencia de un lado y el cinismo del otro no se corresponden con el medioevo sino con las décadas en las que fueron trasladadas al metraje.
El comienzo del siglo XXI ha apostado más por la fantasía medieval, pero también se ha acercado a lo que imagina que podrían haber sido aquellos siglos. En la serie «Vikingos» hay batallas de decenas contra decenas, quizá como fueron muchas de las que realmente ocurrieron entonces, luego magnificadas por los cronistas. Allí están plasmado sugerentemente unos palacios del rey Egbert de Wessex, que quizá no se alejaran mucho de cómo podrían filmarse las estancias palatinas de lo que hoy es iglesia de Santa María del Naranco, en tiempos del rey asturiano Ramiro.
El cine español tiene poca querencia por lo medieval, pero se ha acercado en formato se serie televisiva con relativo éxito, como la recreación en capítulos del reinado de Isabel de Castilla. ¿Podría reamente hacerse una película decente sobre Pelayo? ¿sobre el mito o sobre la historia? Quizá resulta problemático porque es un intento de respuesta a una pregunta que ni siquiera sabemos si de verdad queremos plantearnos.