«En 1968 perdimos el primer round, pero aquellas protestas siguen dando fruto hoy»
Asturias
El expresidente del Principado Vicente Álvarez Areces fue uno de los dirigentes estudiantiles de la revuelta universitaria de Santiago. Dos meses antes del mayo francés, cientos de estudiantes se encerraron en el Rectorado contra el autoritarismo de la institución y contra la dictadura
17 Jan 2019. Actualizado a las 19:01 h.
Antes que París, Praga y el campus de Berkeley se estremeció Galicia. Fuera de la replegada España que intentaba sacudirse de encima la bota del franquismo casi nadie se enteró de que, en Santiago, los estudiantes de la vieja Universidad se habían plantado con éxito ante el autoritarismo del claustro, el acoso de la policía y los castigos de los tribunales de la dictadura. Desde principios del año 1968, los alumnos plantearon un desafío que alcanzó su apogeo en marzo con un encierro de tres días en el Rectorado, del que los grises los sacaron uno a uno tras violar la inmunidad universitaria, y se prolongó hasta el final del curso. En el centro de todas aquellas protestas andaba Vicente Álvarez Areces, cuya biografía política se enriqueció después con una sonada salida del Partido Comunista de Asturias, su acercamiento al PSOE y sus sucesivos mandatos como alcalde de Gijón, presidente del Principado y senador. Por entonces solo era Tini, un estudiante de Matemáticas de 24 años al que el PCE, en el que ya militaba, había decidido enviar a Galicia para coordinar acciones de oposición a Franco.
«En 1968 había en el mundo muchas cosas en marcha que, a primera vista, no tenían nada que ver. No era lo mismo en todos los lugares, claro, pero lo que sucedía en España, en un contexto de represión, estaba impregnado de lo que ocurría fuera. Había un cambio generacional y de mentalidad, llegaban las generaciones de la posguerra. Hay quien dice que fracasamos todos, pero eso no es cierto. Perdimos el primer round, pero la política no es solo el regate corto y ahora sabemos que aquellas protestas siguen dando fruto todos estos años después», evalúa. Areces acabó en la cárcel de A Coruña, condenado en el infame Tribunal de Orden Público por su papel en las protestas, y recuerda que los presos políticos llenaban allí el tiempo con los intensos debates de la época. El de organizar la vida en comunas según el modelo maoísta en China ha quedado desfasado, pero muchas de las inquietudes que afloraron por primera vez en aquel tiempo siguen sobre la mesa, como el feminismo y la igualdad de las mujeres con los hombres, «una larga lucha que aún sigue». El anhelo de libertad para España se vio cumplido en los años siguiente y del cine europeo de vanguardia, tan admirado, quedan las películas para que los jóvenes juzguen si tenía todo el valor artístico que se les atribuía hace medio siglo.
Incluso en el país sojuzgado que quería Franco el estallido de Santiago no fue un hecho aislado, sino un eslabón en una cadena que empezaba en la repulsa al régimen en algunos ámbitos universitarios ya desde los años 50. La güelgona asturiana de 1962, la expulsión de catedráticos de 1965 o la capuchinada, el asalto policial a un convento en Barcelona en 1966, ya habían demostrado que algo se movía contra la dictadura. Después, en 1967, el sindicato oficial de estudiantes, el SEU, perdió las elecciones de delegados en la Facultad de Ciencias de Santiago. Areces había sido designado en ella representante de los alumnos de Matemáticas. Pero el decano, Joaquín Ocón, se mostró mucho más imbuido de falangismo que los responsables de otras facultades, que habían permitido un cambio pacifico en las asociaciones estudiantiles. Se negó a que los delegados tomaran posesión de sus cargos y confiscó los fondos heredados del SEU. La respuesta fue una huelga que comenzó el 15 de enero de 1968 en la que comunistas y católicos fueron de la mano. Areces fue condenado a una multa que no podía pagar y acabó en la cárcel.
Venceremos nós
Ya estaba fuera a tiempo para participar en el siguiente pulso. El movimiento continuó y alcanzó los momentos que aún se recuerdan, y las escenas similares a las de París en mayo. El 13 de marzo, al amanecer, la Policía Armada asaltó el Rectorado de la Universidad para poner fin a un encierro masivo, en el que llegaron a tomar parte casi mil personas, que duraba ya tres días. Aquellas imágenes de los grises haciendo añicos la autonomía universitaria y de los agentes sacando en volandas a los estudiantes, que optaron por la resistencia pasiva sin resistirse ni salir por su propio pie, causaron impacto en toda Galicia y no solo en los ambientes juveniles y universitarios. Mientras les aporreaban, aquellos chicos (y chicas, porque en las aulas empezaba a reunirse una generación de mujeres tan luchadoras como sus compañeros) cantaban Venceremos nós, la versión en gallego del We shall overcome que había popularizado Joan Baez y así tocaron una fibra social. «Llegamos al movimiento obrero, a los padres de los alumnos y a la emigración, que siempre es un colectivo importante en Galicia. No solo luchábamos por los delegados, sino que teníamos reivindicaciones sociales: libertades, democracia, el fin del autoritarismo. La represión fue muy fuerte», recuerda Areces.
En marzo, al cumplirse medio siglo del desalojo, La Voz de Galicia recabó testimonios de quienes participaron en el encierro. Areces no fue el único futuro presidente de una comunidad autónoma que estuvo allí. El gallego Ventura Pérez Touriño también participó y se fotografió en un Santiago mucho más tranquilo con sus compañeros. «No teníamos la sensación de estar haciendo historia», señaló. Y una antigua compañera, Carmen Sanleón, matriculada en Románicas en 1968, completó su frase: «Sí de estar haciendo lo que teníamos que hacer».
La revuelta en la universidad gallega tuvo aún nuevos episodios, incluidos nuevos choques con la policía y el apedreamiento del director general de Universidades, enviado con urgencia desde Madrid para pacificar la crisis a base de castigos. Cayeron el rector y el decano, destituidos, y los estudiantes sufrieron consecuencias académicas, a pesar de las promesas de que no las habría. «No podíamos llegar más allá. En general, en aquel momento la oposición no tenía fuerzas para vencer a la dictadura y el franquismo sociológico era una realidad. Además, solo éramos personas comprometidas, no agitadores ni profesionales de la política, al contrario de lo que decían para acusarnos. Pero ahí sí aprendí algo sobre la política: a dar valor a conseguir pequeñas conquistas todos los días, a sembrar y a acumular fuerzas para el futuro, a no pensar solo en el regate corto», resume.
Lejos de Moscú
Más allá de Santiago y de España, el mundo se aceleró en 1968. París, Praga, California, Vietnam, China, la matanza de Tlatelolco en México. Por todas partes había una generación de jóvenes que quería un mundo más justo y otras maneras de vivir. Areces fue muy consciente de ello a finales de aquel año, precisamente en la capital francesa en la que De Gaulle, en apariencia, había recuperado el control. Pero él no fue allí a evaluar las consecuencias de mayo, a pesar de que, como todos las personas con intereses intelectuales, veía esa ciudad como la capital del mundo, una antena que irradiaba cultura y formación revolucionaria a dirigentes llegados de todo el mundo que luego volvían a sus países a poner en práctica las teorías y los conocimientos a los que accedían allí. Areces acudió a reunirse con el secretario general de los comunistas gallegos, Santiago Álvarez, que había pasado 20 años en la cárcel, y con Santiago Carrillo, recién regresado de Moscú y con los oídos aún llenos de la reprimenda que le habían propinado los jerarcas soviéticos por sus críticas a la invasión de Checoslovaquia. Fue el momento en que el PCE rompió con el PCUS y dejó de recibir su ayuda y su financiación y el primer paso de Carrillo hacia el eurocomunismo respetuoso con la democracia.
En aquel encuentro accedió de primera mano a las informaciones que, para entrar en España, debían sortear el cerco de la censura y la represión. Todo el mundo se enteró de lo que pasaba en Europa y en América, pero evitar las interpretaciones oficiales, requería un esfuerzo y el riesgo de condenas. Areces aún recuerda en los riñones las largas noches dedicadas a imprimir octavillas en las vietnamitas, aquellas imprentas rudimentarias de las que solo salía un folleto de cada vez, las asambleas clandestinas donde funcionaba el boca a boca bajo la amenaza de una irrupción policial y un juicio por delito de asociación, el contrabando de libros prohibidos en las aduanas. Como comunista, cuando se ocultaba para seguir emisiones ilegales de radio, sintonizaba la Pirenaica, aunque otras tendencias preferían Radio París. Desde Francia llegaban los clichés de Mundo Obrero para su impresión en España. «Las vietnamitas tenían muy poca tecnología. Luego el PCE consiguió dinero para multicopistas y fue un avance», ríe Areces.
En ese tiempo se sembraron las semillas de la posterior transición a la democracia, considera. «No se trata de mí ni de unos pocos. Decenas de miles de personas se jugaron el tipo y algunos lo perdieron. Al año siguiente fue la defenestración de Enrique Ruano. La represión era brutal. Con el estado de excepción podían encarcelarte sin acusarte de nada y violar tu domicilio como si nada. Siempre iban a pegarte. Pero muchísimas personas se arriesgaron por la libertad. Por eso no soporto esa reinterpretación interesada de algunas fuerzas políticas que presentan la transición como un pacto de élites. No solo es injusto, es un insulto a todas esas decenas de miles de personas», valora. Aquellas luchas fueron, a su juicio, el pegamento que luego hizo más fácil que el PCE lanzara su pacto de reconciliación nacional en 1977 y que España, al fin, se dotara de una constitución democrática en 1978.