Una apuesta por Europa
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El Catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Oviedo defiende la concesión del Premio Princesa de Asturias de la Concordia a la Unión Europea
17 Oct 2017. Actualizado a las 05:00 h.
La distinción a la Unión Europea con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia en el año en que se cumple el 60 aniversario de los Tratados de Roma -que se sitúan en el origen (dejando de lado la CECA) de la actual Unión Europea- ha resultado polémica.
Ha pesado mucho en ello la circunstancia de que el Premio llegaba en un momento en que la Unión Europea trataba de sortear -con muy relativo éxito- la crisis migratoria más grande de su historia. De hecho, las imágenes que los medios han venido transmitiendo en los 2 últimos años sobre la mal llamada «crisis de los refugiados» y su manifiestamente mejorable gestión del fenómeno, sumado al relato acerca de la «Europa fortaleza» predisponían naturalmente a ciertos sectores políticos y sociales a cuestionar frontalmente la distinción. Tampoco ayudaba la querella que desde el pasado año mantenía enfrentados a significativos sectores de la sociedad civil europea en contra de la aprobación del Acuerdo General sobre Economía y Comercio UE-Canadá -más conocido como CETA-, tras el que veían cernirse un exponente del capitalismo global depredador, con el que supuestamente se barrerían los pocos restos de una Europa social ya de por sí languideciente. Por no hablar del profundo impacto negativo que aún sigue percibiendo un no desdeñable sector de la opinión pública respecto de la férrea política de control del déficit de los Estados miembros de la Unión desde la crisis de la deuda soberana -algunos hablan de 'austericidio'- y tras la cual comprensiblemente advierten la larga sombra de Alemania.
Y sin embargo es posible plantear la justicia de un reconocimiento que, si bien no llega en el mejor de los momentos, no deja de constituir la expresión de que tanto Europa como el mundo están mejor con la Unión que sin ella.
Quedan ya muy lejos los momentos -fue en 1950- en que el Ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, planteó una iniciativa modesta pero absolutamente innovadora a través de la cual se aspiraba a restañar las heridas de la, entonces, reciente Guerra Mundial, merced a una política gradualista, en la que paso a paso se apostaba por un proyecto orientado a generar paulatinamente unas 'solidaridades de hecho' que, superando las pasadas diferencias entre Francia y Alemania y ofreciendo a todos los Estados interesados la posibilidad de participar, permitiera llegar con el paso del tiempo a la constitución de una Federación Europea necesaria para asegurar la paz mundial.
Ciertamente, la Federación Europea ni está ni se la espera, pero el resultado del proceso ha permitido garantizar a los Estados miembros de la Unión un periodo de paz desconocido en nuestro continente. ¿Acaso no es ese suficiente mérito?
Asumido lo anterior, no se debe ocultar que el proyecto de integración que encarna la Unión no parece ilusionar a muchos. Asolada por sucesivas crisis ?el ascenso de los populismos y los nacionalismos excluyentes, la deriva euroescéptica y autoritaria de algunos Estados miembros, el Brexit, y ahora, por qué no decirlo, la crisis catalana?, la UE no parece representar hoy sino un navío a la deriva al que la Comisión Juncker en su reciente Libro Blanco sobre el futuro de Europa trata de fijar un nuevo rumbo para encarar las procelosas aguas de una globalización desenfrenada. Y es verdad que han sido muchos los yerros, demasiadas las ambiciones puestas en ocasiones en un proyecto que sólo a través de pequeños pasos ha revelado su grandeza. El «gentil monstruo de Bruselas» -en palabras de H. M. Enzensberger- ha cosechado sonoros fracasos cuando ha tratado de sobrepasar los límites que los Estados miembros, «señores de los Tratados», estaban dispuestos a aceptar.
Seguramente, el futuro de la Unión está aún por elucidar. Desde luego no compartimos el desaforado optimismo del Presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, quien en su reciente discurso sobre el estado de la Unión, el pasado septiembre, hablaba de ella como un velero presto a partir, las «velas desplegadas». Por otra parte, habrá que ver en qué medida los designios ilusionantes expresados por el presidente Emmanuel Macron en su discurso del pasado día 26 en la Universidad de la Sorbona encuentran apoyo en los restantes líderes europeos y particularmente en una «Alemania reticente», aún a la busca de un Gobierno que ?pese a contar con Angela Merkel al frente? no será tan estable ni homogéneo como los precedentes.
Pero, y esto es lo que cuenta, la Unión Europea seguirá, porque como ha señalado lúcidamente un avisado observador «en cada crisis se ha aventurado su desaparición y sin embargo 70 años después sigue ahí… mal que les pese a los eurófobos de toda condición». Y es que fue Jean Monnet quien en sus memorias apuntó: «Europa se hará en las crisis y será la suma de las soluciones aportadas a esas crisis».
Porque es necesaria, porque es la paz.