Trabajar para no vivir: el drama del precariado
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El sociólogo gijonés César Rendueles desentraña las características de una nueva clase social de trabajadores cuyo salario no basta para salir de la pobreza
21 Nov 2016. Actualizado a las 14:05 h.
Trabajan y trabajan mucho después de haber estudiado y haber estudiado mucho, pero el sueldo que perciben no les basta para vivir. El mileurismo es una opulencia quimérica para ellos: cobran 600, 500, 400, 300 euros, en ocasiones por jornadas que sobre el papel son medias pero en la práctica son completas, y muchas veces como resultado de combinar no uno, sino varios empleos dispares y temporales. Algunos desempeñan profesiones históricamente muy bien remuneradas, como profesor o ingeniero, que hoy sin embargo no garantizan escapar de la pobreza. El sociólogo británico Guy Standing acuñó para ellos en 2013, en un influyente ensayo publicado en España por la editorial Capitán Swing, un término que ha hecho fortuna: precariado. Y son muchos: el 30% de la población activa española, según estadísticas compiladas por el economista Luis Molina Temboury. Sólo en Grecia hay más precarios, aunque el fenómeno es común a todos los países desarrollados y explica en parte fenómenos políticos: de Podemos a Donald Trump pasando por el Movimiento 5 Estrellas italiano que, aunque muy diferentes entre sí, coinciden en haber detectado y haberse volcado a explotar el nicho electoral de esa masa de trabajadores furiosos con el sistema y dispuestos a impulsar cambios drásticos.
El fenómeno de los precarios tiene por igual orígenes cercanos y remotos. Los cercanos son evidentes y apenas necesitan explicación: la Crisis con ce mayúscula que abate al mundo desde la quiebra de Lehman Brothers en 2008. Para encontrar los remotos hay que remontarse al menos cuatro décadas y situarse en la de los setenta, cuando otra enorme depresión económica volvió de revés el mundo y comenzó a arrumbar lo que hasta entonces habían sido certezas inquebrantables. Una de ellas, explica el sociólogo César Rendueles, fue la de que el acceso a un puesto de trabajo era la vía fundamental de inclusión social. «Hasta entonces», expone, «se entendía que desarrollar un proyecto vital adecuado y acceder a derechos sociales como la sanidad pasaba por el acceso al mercado de trabajo, y eso tenía que ver con un contexto económico y laboral muy concreto, que era el posterior a la segunda guerra mundial: un contexto, por un lado, de fuerte crecimiento económico en Occidente y por otro de intervención y regulación del Estado en el ámbito laboral».
Aquella época que los socialdemócratas europeos conocen como los treinta gloriosos, sus tres décadas de edad dorada, vivió un abrupto final en los años setenta, cuando, según continúa explicando el sociólogo gijonés, «se da por una parte un proceso de desregulación, privatización y mercantilización muy acelerado y por otro una fragilización muy fuerte del mercado de trabajo: los salarios descienden y el trabajo deja de ser esa vía segura de integración social y estabilidad vital».
Un nuevo proletariado
De aquellos polvos, estos lodos que no son sólo económicos sino de todo tipo e incluso psicológicos e identitarios. «La gente ya rara vez se identifica en términos de su carrera laboral: antes, cuando se le preguntaba a alguien ¿quién eres?, solía responder con su oficio, pero hoy eso es muy difícil, porque la gente, a los treinta años, suele haber pasado ya por siete, ocho, nueve trabajos completamente diferentes entre sí, absolutamente incongruentes y que casi nunca generan identidad personal». Reflexiona Rendueles que «para esos jóvenes de hoy cada uno de esos trabajos que han tenido es, simplemente, algo que les ha pasado; un mero fragmento de sus vidas que además casi nunca ha sido para ellos una experiencia de solidaridad».
En efecto, el término precariado remite inevitablemente al de proletariado, utilizado por los marxistas durante casi dos siglos para referirse a los perdedores del capitalismo, pero guarda con él una diferencia fundamental: los proletarios eran personas que trabajaban en grandes fábricas en las que trababan lazos intensos de solidaridad con sus compañeros. «Los precarios son gente que no tiene a su alrededor una comunidad solidaria que los apoye cuando las cosas les van mal: hoy, incluso entre gente de izquierdas, comprometida, el ámbito laboral no suele ser un espacio de cooperación, colaboración y mejora en común», apunta el sociólogo. En su opinión, esa circunstancia hace muy difícil que el precariado se convierta, como desearían quienes acuñaron el término, en una clase social para sí, esto es, una clase social con conciencia de serlo y capacidad para impulsar grandes transformaciones, como sí llegó a ser en algún momento el viejo proletariado.
Si el precariado es el nuevo proletariado, ¿cuál es su nueva burguesía? ¿Contra quiénes libran, podrían librar o deberían librar los precarios la lucha de clases del siglo XXI? La respuesta es, a juicio del sociólogo gijonés, más complicada que la que se podía dar hace un siglo con respecto a los proletarios. En su opinión, ya no cabe hablar de «un enfrentamiento dual entre la gran masa proletaria y la alta burguesía», sino más bien de una situación de cambiante multilateralidad. Expone el sociólogo que «frente al precariado hay por una parte una élite global de súper asalariados y profitécnicos que se sienten muy cómodos con la globalización, lo cual incluye por supuesto a ejecutivos que ganan millones de euros al año pero también a técnicos de alto rango que han sabido adaptarse a la globalización y se desplazan sin problema de un país a otro». Pero hay más. «Por debajo de eso», continúa reflexionando el autor de Sociofobia y Capitalismo canalla, «hay otros grupos que, sin ser élite ni mucho menos, han conseguido conservar empleos estables que, aunque sean empleos en declive y cada vez peor pagados, todavía les permiten llevar una vida más o menos decente». A esas personas, dice Rendueles, «no les ha ido tan mal con la crisis, y eso los hace muy reacios a apoyar las transformaciones sociales y políticas que el precariado podría impulsar para cambiar las cosas».
Una nota etimológica curiosa: la palabra precario viene del latín prex (ruego) y vendría a significar literalmente algo así como «el que ruega». En la antigua Roma era una forma socorrida de llamar a los mendigos.